miércoles, 18 de mayo de 2016

El Reino Unido en la disyuntiva de pertenecer a Europa.

Luis Cisneros Quirarte
@luiscisnerosq

Ser o no ser a los quinientos años de la muerte de Shakespeare

La disyuntiva que hoy enfrenta la Gran Bretaña e Irlanda del Norte en realidad es una que comparte con la comunidad internacional y con implicaciones para el futuro de la civilización humana. Tiene que ver con la continuidad del modelo de Estado-Nación que surgió después de las monarquías absolutas del siglo dieciocho, o bien, con la superación de dicho modelo y su transformación en uno nuevo: el Estado-supranacional.  

El próximo 23 de junio los británicos e irlandeses del norte mayores de 18 años decidirán en un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido a la Unión Europea (UE). Ese día cruzaran en sus boletas la opción permanecer (stay in) o dejar (leave) a la pregunta: ¿debería el Reino Unido permanecer como miembro de la UE o dejar la UE?

Se trata de una cuestión que polariza al país. Todas las encuestas al respecto lo retratan dividido en idénticas mitades. Es una moneda lanzada al aire que provoca el nerviosismo de Alemania y Francia, por una parte, e incluso de los Estados Unidos de América. La eventual salida del Reino Unido al mercado común europeo dejaría en evidencia la relación asimétrica entre los socios políticos y comerciales fundadores de la Unión –franceses y alemanes, que vieron en la integración comercial la vía para evitar conflictos bélicos como los que padecieron en dos guerras mundiales- y podría significar a su vez un fuerte revés al integracionismo económico que Estados Unidos ha promovido a partir de la caída del comunismo en Europa del Este.

El primer ministro David Cameron y su Partido Conservador enfrentaron, en las pasadas elecciones de 2015, el crecimiento del emergente UKIP de Nigel Farage, que en sus siglas lleva su programa –Partido por la Independencia del Reino Unido- y que provocó la migración de muchos votantes conservadores. Incluso dentro de las filas del partido de Cameron, un ala coincide en la conveniencia de salir de la Unión Europea. El descontento popular británico con las medidas de austeridad a que obliga la disciplina financiera del continente, y por la desbordada migración en las urbes inglesas que resultan de la apertura de fronteras entre los países miembros de la Unión, es tal, que para lograr su reelección, David Cameron tuvo que prometer convocar a referéndum en el primer año de su nueva gestión.

Por otra parte, en la misma elección de 2015, el Partido Nacional Escocés, con su propia agenda independentista –esta respecto a la pertenencia al Reino Unido-  logró pasar de tener seis diputados a ganar en 56 de los 59 escaños por los que compitió. Es decir, observamos en el Reino Unido y en Europa misma dos tendencias en sentido opuesto y con sus propias resistencias: una que tiende a la integración política supranacional, y otra que va de vuelta a los regionalismos, quebrando la unidad nacional de estados como el Reino Unido con el reto escocés y España con la cuestión catalana.

Los argumentos de la coalición que promueve el Brexit  -la salida-  tienen que ver con la pérdida de soberanía política. Que las decisiones políticas que se toman en Bruselas, la capital de la Unión Europea, y que impactan en la vida de los ciudadanos de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, son tomadas por políticos que no fueron electos por los ciudadanos británicos. Se oponen a una unión siempre creciente (“ever closer union”) que eventualmente se transforme en un Estado supranacional. A esta coalición, además del UKIP, se han sumado alrededor de la mitad de los diputados del Partido Conservador y cinco ministros del gabinete de Cameron; es decir, el Partido Conservador como tal se ha mantenido neutral. Los proponentes de permanecer son el primer ministro conservador, Cameron, y sus opositores del Partido Laborista, los Liberales Demócratas e incluso los Nacionalistas Escoceses. Su temor es que la salida de Europa traiga indeseables consecuencias económicas y erosione el papel de la Gran Bretaña en el concierto mundial. Por supuesto la amenaza del fundamentalismo yihadista y las grandes migraciones de África y Asia a Europa subyacen al debate.

Se puede sostener que el tan temido gobierno supranacional ya existe. Y no nos referimos a la ONU, o su antecesora, la Sociedad de las Naciones, ambas nacidas respectivamente tras la primera y segunda guerra mundial como un foro de deliberación de la comunidad internacional. En todo caso, el Consejo de Seguridad de la ONU, integrado en forma permanente por Estados Unidos, Rusia, China, Francia y el Reino Unido, es lo más cercano a un gobierno mundial, al menos en el asunto más importante que tienen los estados bajo su ámbito de autoridad, declarar la guerra a otro estado.

No. El ejemplo está dado desde el siglo dieciocho, aunque entonces se trató de una excepción histórica. Los Estados Unidos de América fueron un ejercicio de integración política entre soberanías dispersas y tema de intensa polémica desde la fundación del país, que incluso fue motivo de una guerra civil. Precisamente por eso hoy se habla del proyecto de los Estados Unidos de Europa. Una federación de estados que acuerdan restringir su soberanía en temas comunes. El propio Reino Unido es un Estado constituido por cuatro naciones, un país de cuatro países: Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte. Y de allí la relevancia del resultado del referéndum británico, no solamente por sus implicaciones locales, sino sobre todo por las globales.

Emmanuel Kant, el filósofo por excelencia de la Ilustración, que fue además el periodo histórico en el que la soberanía dejó de ser un regalo divino a los reyes para transformarse en un derecho de los pueblos que ellos delegan temporalmente en sus gobernantes, escribió en 1795 La Paz Perpetua. Allí, Kant postuló su tesis de la ciudadanía cosmopolita, y que de la misma manera en que los hombres se organizaban en estados para preservar la paz y su seguridad, igualmente, las naciones tendrían que organizarse en una federación de estados.

La humanidad es muy joven. Con apenas seis mil años transcurridos desde las primeras civilizaciones en Mesopotamia y Egipto, el logro de una civilización planetaria que logre erradicar la miseria y el hambre, potenciar los recursos energéticos sin poner en riesgo el equilibrio ecológico y terminar con las guerras, es hoy asunto de ciencia ficción, y no de ciencia política. Cuestión de perspectiva. El Reino Unido, entre tanto, como Hamlet, deberá tomar su decisión. 




martes, 10 de mayo de 2016

Hillary Clinton y Donald Trump ¿contra Bernie Sanders?

Luis Cisneros Quirarte
@luiscisnerosq

(27 de abril de 2016)

Con los resultados de las elecciones primarias en Nueva York y las más recientes en cinco estados del noreste de los Estados Unidos, tanto Hillary Clinton por el partido Demócrata como Donald Trump por los Republicanos se acercan al logro de su postulación como candidatos presidenciales.

En la medida en que las posibilidades de lograr la nominación demócrata se cierran para Bernie Sanders y sus seguidores –en su vasta mayoría millennials, es decir, aquellos que alcanzaron la mayoría de edad en el presente milenio y por ende son menores de treinta años- se abren nuevos escenarios.

Bernie Sanders, un senador independiente que se afilió al partido demócrata para buscar la candidatura presidencial, pudiera registrarse como candidato independiente. Para sus seguidores, Clinton encarna un sistema trampeado (“rigged”) en el que los presuntos representantes del pueblo, sirven en realidad a los intereses del uno por ciento de los norteamericanos que concentran la riqueza del restante noventa y nueve. Muchos de ellos han asegurado que jamás votarían por Clinton en noviembre, y surgen ya iniciativas en las redes sociales reclutando a Sanders para que se presente en la próxima elección presidencial como un tercer candidato.

Trump mismo, después de su última ronda de triunfos, llamó a Sanders a postularse como independiente, calculando que su candidatura le restaría votos a Clinton y facilitaría el triunfo de Trump.

Sin embargo, entre los republicanos hay también una franja de conservadores y moderados que ven con recelo a Donald Trump. Y que en cambio verían con simpatía una eventual presidencia de Hillary Clinton (“el menor de los males”).

En 1992 fue el empresario Ross Perot quien se presentó como candidato independiente. Consiguió casi el 19 por ciento de los sufragios. Presumiblemente le quitó votos conservadores al entonces presidente George Bush en su intento por reeligirse, lo que le habría permitido al demócrata Bill Clinton ganar la elección.

En 2000, el ecologista Ralph Nader fue el tercer candidato. Si bien consiguió menos del 3 por ciento de los votos, los que le quitó al demócrata Al Gore en Florida le permitieron a Bush hijo ganar el estado que a la postre le entregó la presidencia, en la elección más cerrada de la historia reciente de los Estados Unidos.


En el supuesto cada vez más probable de que Sanders no logre ser postulado candidato demócrata, y en la eventualidad de una candidatura independiente suya en agosto, ¿sería el socialista Bernie Sanders quien le diera la presidencia al magnate Donald Trump? ¿O podría ocurrir que Trump y Clinton se dividieran los votos del sistema y fueran los millenialls y los votantes independientes quienes llevaran al poder al primer presidente sin partido de los Estados Unidos?

jueves, 28 de abril de 2016

La revolución de Bernie Sanders

Luis Cisneros Quirarte
@luiscisnerosq

(22 de abril de 2016)

Estados Unidos de América es la capital mundial del capitalismo (y presuntamente de la democracia). Después de la segunda guerra mundial, el consenso de los norteamericanos alrededor del libre mercado fue absoluto. El anticomunismo de la guerra fría y el mundo unipolar tras el derrumbe del bloque soviético, provocó que las diferencias ideológicas entre el Partido Demócrata y el Republicano fueran mínimas.

No hubo mayores diferencias entre los gobiernos de Kennedy y Nixon, como no las hubo entre Bush padre y Clinton. O entre Bush hijo y Obama. Todos ellos defendieron los intereses comerciales y militares estadounidenses. Vietnam, Irak, Afganistán. Más allá de matices de política interior respecto a la responsabilidad del gobierno en la asistencia social, no hay disenso entre partidos si de lo que se trata es de preservar la hegemonía geopolítica norteamericana y sus intereses corporativos bajo el manto de la democracia. Incluso después de Reagan el consenso fue más lejos: mucho gobierno estorba el crecimiento económico. Menos impuestos y regulación significan más inversión y consumo y por ende bienestar social.

Esta noción hizo crisis en 2008. Demasiados préstamos hipotecarios que los consumidores no pudieron pagar. Demasiados bonos basura que presuntamente respaldaban tales préstamos. Miles de millones de dólares evaporándose de la noche a la mañana. Wall Street, el distrito neoyorquino sede de las finanzas globales, al borde del colapso.

Fue necesaria la inyección de dinero público por parte del gobierno para rescatar a los bancos y fondos de inversión decretados demasiado grandes para caer. El credo capitalista, que repudia el intervencionismo estatal en el mercado, fue hecho a un lado tanto por Bush como por Obama. Y mientras millones de ciudadanos  perdían su casa, su empleo y el colegio de sus hijos, los altos directivos del sector financiero, cuyas decisiones llevaron al punto de quiebra a la economía, siguieron gozando de bonos y sobresueldos millonarios.

Algo no funcionaba en el capitalismo. En la cuna de la democracia contemporánea, de los gobiernos del pueblo, por el pueblo y para el pueblo -como famosamente lo fraseó Abraham Lincoln-, algo olía mal.

Nace el movimiento del noventa y nueve por ciento. El uno por ciento de los norteamericanos concentra la riqueza del otro noventa y nueve. Son los que mueven los hilos, quienes pagan las costosas campañas de los candidatos a la cámara de representantes, al senado, a la Casa Blanca.

Bernie Sanders, un septuagenario veterano de los movimientos de protesta estudiantiles de los años sesentas, senador independiente –sin filiación de partido- de uno de los estados más pequeños de la unión americana, Vermont, lanzó el año pasado su campaña por la candidatura presidencial de los demócratas. Fue minimizado y hasta ridiculizado por los medios estadounidenses e internacionales, sobre todo al declararse a sí mismo como socialista. Impensable. Hillary Clinton y la maquinaria política que la respalda lo despedazaría.

Y si bien en efecto, hoy, habiendo transcurrido elecciones primarias en 38 estados y faltando 19 por votar, la ventaja de Clinton es de 249 delegados –ello sin contar otros 502 superdelegados (dirigentes partidistas y legisladores con la libertad de cambiar su voto en la asamblea que en julio elegirá al candidato)- pese a los reiterados obituarios que en la media americana se han escrito sobre las posibilidades de Sanders, aún así, este ha conseguido ganar 17 estados, por 21 de ella. Hillary Clinton tiene 1,446 delegados y Sanders 1,200. Se necesitan 2,383 para ganar y aún quedan 1, 668 por repartir. La estrategia de Sanders es revertir la ventaja de Clinton en los delegados electos en las primarias restantes, y convencer a los superdelegados para que no vayan en contra de la voluntad de una eventual mayoría de votantes demócratas.

Lo relevante es que Sanders ha logrado sus votos sin recurrir al financiamiento de las grandes corporaciones. Por el contrario, su propuesta política es la de desmantelar aquellas instituciones financieras demasiado grandes para caer y que las corporaciones y grandes fortunas paguen los impuestos que les corresponden para financiar un sistema de cobertura médica universal, la gratuidad de la educación universitaria, y un salario mínimo de 15 dólares por hora. Descriminalizar las drogas y reformar el sistema carcelario norteamericano. Castigar en cambio penalmente a los responsables del quebranto financiero de hace unos años. Que el uno por ciento pague su parte del sueño americano de las clases medias y empobrecidas, y que no esconda sus beneficios en exenciones legales y paraísos fiscales.

En cada estado en los que ha competido, ha ganado entre los votantes menores de 30 años de ambos géneros sin distingo de color de piel. Ha logrado recabar más dinero para su campaña que Clinton, gracias a donantes individuales que aportan un promedio de 27 dólares cada uno. Muchos de sus seguidores han adelantado que no votarán por Clinton si Sanders no es el candidato demócrata. El candidato del establishment, en un ciclo electoral atípico donde por los republicanos contienden los también anti-sistema Trump y Ted Cruz, es Hillary Clinton (paradójicamente ella, y no un candidato blanco, tendría que ser la opción revolucionaria: la primera mujer presidente). Ya hay iniciativas en redes sociales para reclutar a Sanders y convencerlo de que en caso de no lograr la candidatura demócrata, se postule como candidato independiente.

Clinton ha acusado a Sanders de ingenuo. Que los cambios no son asequibles en un congreso bloqueado por los republicanos. Que Sanders no puede contar siquiera con la lealtad de los demócratas, pues hasta hace poco era independiente. Y que carece además de la habilidad política –que ella dice acreditar- para lograr cambios. Que el progreso es gradual.

Sanders postula lo contrario. Para recuperar la democracia, y cambiar un sistema trampeado (“rigged”), que defiende los intereses del uno por ciento y no los de la gente común, es necesaria una revolución política. Cambiar las reglas del juego, para que el gobierno vuelva a ser del pueblo y para el pueblo. Y que ello se va a lograr no con uno u otro presidente. Sino con la participación activa de los ciudadanos en el proceso político. Desde abajo. Y esa, que ya está ocurriendo, es la revolución de Bernie Sanders.  



miércoles, 27 de abril de 2016

España: del quiebre del bipartidismo al riesgo de ingobernabilidad.


Luis Cisneros Quirarte
@luiscisnerosq

Tras la muerte de Francisco Franco en 1975, España ha sido gobernada por tres partidos. La Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez, una coalición partidista que gobernó los primeros cinco años de la transición española y que después se disolvió; el Socialista Obrero Español (PSOE), de izquierda; y el Partido Popular (PP) de derechas: estos últimos se ha alternado desde 1982 la gestión de gobierno.

La crisis financiera mundial de 2008, que en España se tradujo en muy elevados niveles de desempleo y recortes a programas sociales, aunado a reiteradas evidencias de corrupción por parte de sus dirigentes, alimentó el desencanto ciudadano con su clase política.

Expresiones espontáneas de protesta que crecieron gracias a la interactividad de las redes sociales virtuales, como el Movimiento de los Indignados de 2011, encontraron cauce institucional con la fundación en 2014 de Podemos, un partido político a la izquierda del tradicional PSOE, que bajo la dirección de Pablo Iglesias, ha venido ganando posiciones en el parlamento europeo y en los gobiernos regionales y municipales desde entonces.

Por otra parte, el reto independentista de Cataluña, que divide no solamente la opinión pública de España sino también la de los catalanes mismos, fue caldo de cultivo para que una opción política que desde el territorio catalán plantea la pertenencia a España, desbordara los límites regionales y se implantara en el país, como es el caso de Ciudadanos de Albert Rivera.

Así, el tradicional bipartidismo español quedó superado con el surgimiento de dos formaciones partidarias que le disputaron la clientela de izquierda al PSOE (Podemos) y la de centro derecha al PP (Ciudadanos). Los resultados de las elecciones generales del 20 de diciembre pasado lo confirmaron. Sin embargo, el nuevo esquema de competencia real, que pasó de dos partidos a cuatro, presenta mayores complejidades para conformar un gobierno, que para el caso de España, requiere del respaldo de al menos la mitad más uno de los diputados electos (el gobierno español es parlamentario: el presidente es elegido por la mayoría del congreso).

El PP ganó una mayoría simple, que sin embargo le fue insuficiente para repetir gobierno con Mariano Rajoy. El PSOE y Ciudadanos se aliaron para proponer al líder socialista, Pedro Sánchez, como presidente. Con la negativa de Podemos a sumarse a esta alianza, bajo el reclamo de un gobierno de coalición entre PSOE y Podemos que excluya a Ciudadanos y que abra la puerta al reconocimiento de la independencia catalana, inaceptable para los socialistas, ambas alternativas de gobierno fracasaron.

La consecuencia es que habrán de repetirse las elecciones el 26 de junio del presente año, lo que de cualquier modo, no augura se desate con ello el nudo existente. Un amplio sector de la sociedad que no se ve reflejado en los dos partidos tradicionales, la polarización entre los dos nuevos partidos emergentes, y la incapacidad de diálogo entre las formaciones políticas todas, que vaya más allá de bloques minoritarios, tiene a España en la indefinición política, y en el riesgo de la ingobernabilidad.


La política es en España el problema, y también la única solución.